Balancear la rabia y la esperanza. Mosaico de mujeres jóvenes construyendo mejores futuros

Las mujeres jóvenes mexicanas enfrentan crisis simultaneas de violencias, desigualdades e injusticias. Frente al caos, actúan: protestan en las calles, conquistan espacios políticos y generan una revolución cultural. A través de distintas miradas, las une la esperanza de construir mejores futuros. Futuros feministas, sostenibles, antirracistas, pacíficos y justos. Este texto cuenta sus historias, delinea sus resistencias y reconoce la potencia de sus acciones.

¿Quiénes son las personas jóvenes? Hay quienes dicen que son la generación TikTok, obsesionada con videos efímeros e incapaz de retener la atención por más de cinco minutos.  O generación de cristal, ofendida por la incorrección política e hipersensibles frente a problemas sociales. Otros le nombran la generación perdida, destinada a vivir peor que sus padres. O generación deprimida, por su consumo de antidepresivos y asistencia a terapia psicológica. La mitología abunda. Todos estos cuentos – que en realidad son estereotipos y generalizaciones – intentan explicar qué significa ser joven hoy. Desde ahí fallan, porque hasta la ONU lo dice: “No existe una definición internacional universalmente aceptada […] del concepto de juventud.”

Las protagonistas de este texto lo demuestran: tendríamos que hablar de juventudes, en plural. Porque no es igual la experiencia de una activista joven que lucha por la paz en Ciudad Juárez que la de una defensora del territorio en Oaxaca. Tampoco es igual la experiencia de luchar contra el racismo en Veracruz que hacer activismo desde la política pública en Guadalajara. 

¿Por qué hablar sobre las luchas de mujeres jóvenes en particular? Porque urge reconocer que enfrentan un panorama difícil que se agudizó con la pandemia COVID-19. Organizaciones internacionales advierten que aumentó la violencia en su contra, la carga de trabajo de cuidados y la probabilidad de deserción escolar (no todas las afectaciones cesaron una vez pasada la pandemia). Plan International lo resume así: “La pandemia afectó a mujeres jóvenes en todos los aspectos de su vida diaria: su seguridad, bienestar, educación, seguridad económica, salud, nutrición y acceso a la tecnología. Todas las desigualdades preexistentes empeoraron.” Siguiendo estas tendencias podríamos decir que la vida de jóvenes mexicanas empeoró. Sin embargo, no hay una medición nacional sobre los impactos que COVID-19 representó para ellas. Los pocos indicadores gubernamentales e independientes que existen, coinciden: son de las más afectadas en temas de empleo, educación, salud y violencia. 

En este contexto, sus resistencias son como un mosaico: historias que podrían parecer piezas individuales, pero puestas en perspectiva conforman algo más grande. Si en un mosaico cada pieza es indispensable para formar una imagen, en México cada historia de resistencia es necesaria para construir un mejor futuro. 

Este texto habla con ellas porque urge aprender de sus resistencias, escuchar con seriedad sus exigencias y poner sus voces al centro en la creación de soluciones. 

Ser joven y crecer en un país permeado por la violencia

Viajemos al norte de México: A Ciudad Juárez, Chihuahua. Una ciudad fronteriza, ubicada a cinco kilómetros de Estados Unidos. Es 2008, Sofía Brega tiene apenas nueve años y a su alrededor todo colapsa. La estrategia de seguridad nombrada “Guerra contra el narco” comenzó. Con esta ‘guerra’, la violencia impacta su cotidianeidad los años siguientes. Ve a personas migrar, huyendo de la violencia; observa negocios quebrar; escucha detonaciones de balas; se resguarda en casa porque la calle se convierte en territorio peligroso. La violencia avanza: sus papás pierden un negocio, presencia el asesinato de un policía, secuestran a su padre (quien, por fortuna, regresa vivo).

—Yo crecí con miedo —lo cuenta reflexiva y honesta. —Fui de la generación a la que sus papás le decían ‘no guardes mi número de teléfono como mamá o papá, guárdame con otro nombre por si te secuestran’. Las cosas más fuertes pasaron en la misma época, entre mis 12 y 15 años.

Sofía va manejando, por temas de trabajo solo podía tomarme la llamada mientras hace este trayecto. Parece increíble: mientras me cuenta historias tan duras se va la señal porque atraviesa un puente. En la conversación me deja ver que así es crecer en Ciudad Juárez; epicentro de feminicidios, narcotráfico, militarización, migración. Una ciudad donde las violencias son cosa cotidiana: algo que platicas mientras manejas. 

—¿Por eso empezó tu trabajo?

—Me tocó ver cosas muy dolorosas —admite. —Yo inicio en temas de paz por cómo crezco. Hoy le apuesto a una transformación generacional. Entiendo que nunca será posible llegar a un México en paz porque la paz no es un concepto finito; es una construcción, una decisión que se toma todos los días. Un país pacífico es aquel que tiene todos los derechos para todas las personas. 

Hoy, Sofía tiene 23 años y una claridad tremenda. Debido a su contexto empezó a movilizarse, sentía que tenía que hacer algo frente a la violencia. A los 14 inició a hablar de temas de violencia contra mujeres, siguieron temas de paz y desarme. Estudió Derecho y, a la par, fundó Activadores de Paz y GirlUp Fronterizas en Ciudad Juárez. Su trabajo actual es como asesora del Ayuntamiento de Juárez, es la persona más joven en tener este puesto.

Entender la rabia que impulsa las luchas

Pero pausemos. Porque la historia de Sofía es similar a la de otras mujeres jóvenes en México. Miles sienten una necesidad de hacer algo frente a las crisis. La rabia, enredada con el miedo, la indignación y la angustia funcionan como detonantes. Esta rabia se ve cuando toman las calles en fechas emblemáticas. El 8 de marzo de 2022, por ejemplo, se calcula que 75 mil mujeres protestaron en la capital del país, 15 mil en Guadalajara, 3 mil en Monterrey, 3 mil más en Puebla y miles más en otras ciudades. Juntas, portan pañuelos verdes y morados, cantan temas como Canción sin miedo de Vivir Quintana, colocan cruces rosas en espacios públicos o renombran las calles con nombres de víctimas de feminicidio. 

La rabia adquiere nitidez en las manifestaciones. Desde 2019, algunas protestas en el país se han caracterizado por acciones como ruptura de cristales, pintas en monumentos históricos o incendios. En palabras de la académica Lucía Álvarez esta rabia demuestra que para “las jóvenes se ha llegado a un límite donde existe un hartazgo insoportable ante los agravios históricos”. Es una rabia que incomoda. Tanto, que hasta el presidente López Obrador las nombra con desdén como opositoras, conservadoras y detractoras y, más que atender sus exigencias, prioriza el cuidado de puertas y monumentos. 

El presidente y otros sectores de la población (que las insultan llamándolas “feminazis”, “odia-hombres” “resentidas”, “extremistas”, “histéricas”, “asesinas del pañuelo verde”)  no entienden que es una rabia legítima, compleja y profunda que está creando resistencias y agendas, dentro y fuera de los feminismos. 

En otras palabras, no se trata de acciones efímeras en las protestas, sino de mujeres jóvenes que entienden la complejidad de los problemas de su país y se articulan frente a las crisis, desigualdades e injusticias, incluso cuando van más allá del género. Es una rabia acumulada frente a la ausencia de Estado que se está traduciendo en acciones potentes que recorren el territorio.

Resistencias jóvenes que miran desde la interseccionalidad

Para dimensionar estas resistencias, viajemos ahora a Oaxaca. Un estado al suroeste de México, rico en biodiversidad, historia prehispánica, multiculturalidad y gastronomía. Es justo por esta riqueza que, en palabras de la escritora mixe Yásnaya Aguilar, es un territorio “amenazado por todos los intereses que hay por su explotación”. Mitzy Violeta Cortés, activista ambiental y defensora del territorio vive en Oaxaca, en San Sebastián Tecomaxtlahuaca. Es mixteca, tiene 23 años. Su historia de movilización inició en 2016, cuando migró a la capital para estudiar Ciencias Políticas en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). 

Entre clases y convivencias estudiantiles se adentró al feminismo: le hacía sentido, pero faltaba algo. Fue hasta que se encontró con otras jóvenes indígenas y migrantes que comenzó a enlazar diversas luchas: hablaban de desigualdades hacia los pueblos indígenas y el territorio. Esa articulación se convirtió en labor de tiempo completo. 

Hoy, en su comunidad realiza campañas por limpieza del río, colabora con las organizaciones Futuros Indígenas y Milpa Climática, habla sobre la lucha de mujeres defensoras del territorio, concientiza sobre la crisis climática y la violencia letal contra defensores. En 2021 fue delegada de Defensoras de la Tierra y una de las diez mujeres indígenas que asistieron a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26). Este 2022, además, ganó el premio internacional Global Citizen por su labor como activista. 

— Para mí pensar en movimientos de justicia climática me lleva a pensar en mujeres y personas jóvenes —lo dice sonriente. — Somos quienes nombramos estas luchas en México. Pero entendemos que exigir justicia climática implica nombrar otras opresiones y frenar todas las violencias. Es decir, conectamos distintas luchas. ¿Qué sentido tendría defender la tierra si no defendemos los cuerpos, o viceversa?

Video: Instagram @futurosindigenas

Desde la academia, lo que describe Mitzy se nombra interseccionalidad. La investigadora estadounidense Kimberlé Crenshaw acuñó el término en 1989. En sus palabras, es un “prisma para ver la forma en que las diversas formas de desigualdad a menudo operan juntas y se exacerban”. Es decir, la crisis climática afecta de forma desproporcionada a mujeres indígenas que habitan territorios impactados por sequías, extractivismo y megaproyectos. Las resistencias de estas mujeres, entonces, se articulan desde ahí. Son luchas entrelazadas. 

La mirada interseccional es cada vez más común en los activismos. Así lo explican la Dra. Maricela Portillo y la Mtra. Daphne Beltrán en su artículo Efectos de la pandemia por Covid-19 en las movilizaciones feministas de la Ciudad de México

—Un reto importante para las jóvenes activistas es la consolidación colectiva de un horizonte común— me explica Daphne Beltrán. —La clave es entender que raza, clase, género, etnia y orientación sexual no son elementos aislados, sino que constituyen vivencias específicas, incluso en algunos casos puede que el género no sea lo principal. El feminismo tiene que incluir esto. Hoy se exige reivindicar el legado de feminismos anti-racistas, de los sesenta, de mujeres del EZLN… No es nuevo. Esto se retoma e importa ponerlo en las agendas del activismo: no solo por inclusión, sino para lograr el cambio cultural y de valores que se está articulando en diversas luchas.

La expansión de la mirada interseccional

La interseccionalidad es clave para las activistas porque más que teoría, es el entendimiento de que a México lo aquejan desigualdades que operan de forma simultánea. Esta mirada atraviesa la articulación de diversas resistencias y está llegando a espacios institucionales. Para entenderlo, nos movemos hacia Jalisco, un estado al oeste de México. De ahí es Susana de la Rosa, 29, diputada local y presidenta del partido político Futuro. Su camino inicia a los 18 años cuando se involucra en temas de activismo. En ese entonces estudiaba psicología en la Universidad de Guadalajara. Hoy, es la presidenta más joven de un partido político en México. Su activismo, dentro y fuera de espacios políticos, está ligado a la interseccionalidad.

— Inicié trabajando en comunidades con causas específicas. Es decir, pase de la política activista a la institucional — me cuenta. —Por esa experiencia entendí que es necesario vincular diferentes temas. Hoy nos planteamos seis agendas: una sobre aborto legal. La segunda es el tema de salud mental porque desde mi profesión entiendo que es un tema transversal. La tercera es la agenda de derechos para todas las personas (mujeres, LGBT+, pueblos originarios, jóvenes, personas con discapacidad…). La cuarta es crisis climática. La quinta es oportunidades económicas para jóvenes. Y la sexta, temas de seguridad (relacionados a desapariciones, homicidios, feminicidios…). Hablamos de una agenda de Derechos Humanos y progresividad.  

La diversidad de temas que plantea Susana deja ver que los temas que movilizan a las jóvenes mexicanas están cada vez más articulados, en el activismo y en lo institucional.

Foto: Instagram @susanadelargdl

— Las diferencias con movimientos sociales previos en México tienen que ver con las formas organizativas de acción, información, despliegue, tácticas y estrategias— me explica la Dra. Maricela Portillo. — Los movimientos de mujeres jóvenes tiene características como: un alto componente de horizontalidad en su organización; un despliegue de tácticas digitales (que algunos autores nombran como tecno-política) y una apuesta por un cambio cultural.

Luego de la rabia, ¿qué?

Ahora nos movemos hacia Veracruz. De ahí es Jumko Ogata, 26, escritora y activista antirracista. Nació en Xalapa, pero desde bebé hasta los nueve años creció en California. Al volver a México, sintió el choque cultural y lingüístico, pero se adaptó pronto. Me cuenta que en Veracruz no se nombraba como tal su afro-descendencia porque las personas a su alrededor la compartían. Es poco conocido, pero 8.4 % de la población afromexicana nacional, vive en Veracruz. Similar a Sofía y Mitzy, a Jumko la movilizaron sus vivencias. 

—¿Hubo un hecho particular que inspiró tu activismo? — le pregunto.

— Más que un hecho fue crecer toda la vida como persona de ascendencia africana y asiática—responde franca. —Fue el conjunto de microagresiones, historias familiares y corajes por cosas normalizadas. Cuando me mudé a la Ciudad de México para estudiar en la UNAM tuve un shock. Había personas que me preguntaban si era extranjera o porqué me veía diferente, comentarios que no sabía cómo interpretar. Gradualmente me di cuenta de que eran porque soy una mujer negra y comenzó un proceso de reconocerme. Mi bisabuelo era de Japón y con mi ascendencia asiática fue parecido: comentarios para señalar la otredad. Si eres de Asia, eres un extranjero permanente. Hay una necesidad de señalar que tú no puedes ser de aquí. 

Video: Instagram @latinamericanah

Estas experiencias la llevaron a escribir sobre anti-racismo en redes sociales, libros y medios de información. Su audiencia creció. Y, me cuenta, que a partir de ese crecimiento también evolucionaron sus formas de hacer activismo.

—Al principio respondía desde la víscera, me daba coraje. Con el tiempo me di cuenta de que hay que extraerse de esas lógicas porque no le debo mi tiempo a personas racistas — me cuenta esto sobre sus inicios en el activismo en espacios digitales, donde enfrenta ataques racistas de forma constante. —Sí, aún siento coraje frente a expresiones evidentes de racismo, pero es importante no quedarse en la ira, sino tratar de construir desde emociones no dañinas. Ser una persona afroasiática no es sólo vivir racismo, también hay cosas bellísimas. Trato de pensar más en cómo construir y no sólo en desmantelar. Incluso para las personas que me siguen esto las nutre más: ver qué podemos hacer y qué nos hacen sentir bien. Qué podemos reconocer y redescubrir, además de hablar de lo que nos han quitado.

Balancear la rabia y la esperanza

Lo que propone Jumko es compartido por Sofía, Mitzy y Susana: Poner atención al componente emocional. Las cuatro, desde sus identidades y contextos diversos, coinciden en que es clave direccionar la atención y energía a la esperanza de lo que se puede construir. 

Esta esperanza no es el idealismo de alcanzar una utopía. Al contrario, es una estrategia con el propósito político de resistir en luchas que son desgastantes.  La esperanza funciona para tejer una ética de cuidado entre activistas, compartir una visión de futuro, resignificar emociones negativas (como la rabia, indignación o miedo), responder a las injusticias y generar energía para continuar. 

—El activismo es cansado: sientes que no avanzas y te desmotivas. Sigo haciendo esto porque hay pequeños momentos en los que alguien me dice que impacté su vida positivamente— me explica Sofía. —Soy pesimista, pero con esperanza. Esperanza de que sí estoy aportando a un cambio a largo plazo.

Estudios coinciden en que el activismo es demandante ya que genera emociones encontradas: se puede pasar de la rabia, miedo, indignación o agobio a la esperanza, felicidad o entusiasmo. Un estudió en Nueva Zelanda de la doctora Karen Nairn encontró que es importante reconocer el trabajo emocional para que activistas jóvenes “no carguen con la doble carga de sentirse ‘individualmente’ responsables de solucionar [los problemas] y de resolver sus experiencias de burnout (agotamiento emocional).”

—Una de las frases que decimos en Futuros Indígenas es “la fiesta es resistencia” porque creamos espacios con alegría que nos den fortaleza y ayuden a seguir —Mitzy me cuenta que los colectivos en los que participa le apuestan explícitamente a la esperanza —Participar en espacios donde existe un cuidado colectivo y nuevas formas de relacionarnos me llena de esperanza. Hay mucha violencia e injusticia, sí, y por eso importa que las personas vean que existen otras formas de vida. Alternativas que surgen desde el amor, cuidado y reciprocidad. Yo quiero que más personas puedan elegir qué tipo de vida y formas de lucha quieren llevar.