Ecuador, un país que
se construye con
jóvenes rebeldes.

El segundo piso de una casa sin terminar se va llenando de gente. Ocho ventanas iluminan
el monoambiente, el piso es de madera y el cemento de las paredes está cubierto de
blanco, sin mucho esmero. Esta casa y otras seis rodean la pequeña plaza central de
Morasloma, una comunidad ubicada en la Sierra Sur del Ecuador. Morasloma tiene
pampas enormes y verdes, bosques de eucalipto, el viento sopla fuerte, el agua es
abundante y está amenazada por la minería metálica.

Son las 10 de la mañana de un sábado de septiembre y el segundo piso de la casa sin
terminar se ha llenado de gente. La mayoría son comuneras y comuneros, y otras han
viajado 12 horas desde la Amazonía y desde la Costa para participar de una jornada de
aprendizaje de la Escuela Nacional antiminera José Tendetza. Esta escuela es particular,
cada mes visita comunidades alejadas, rurales y amenazadas por compañías mineras, para
aprender más sobre la minería y cómo defenderse de ella. La escuela lleva el nombre del
activista shuar y líder antiminero ecuatoriano José Tendetza, asesinado en 2014. Tendetza
se opuso al megaproyecto minero Mirador, ubicado en el cantón El Pangui de la provincia
de Zamora Chinchipe, impulsado durante el gobierno de Rafael Correa.

Durante dos días las más de 30 personas que han asistido a la Escuela se preguntarán:
¿por qué existe la minería? ¿Cómo llegó al Ecuador? ¿Qué ha provocado? ¿Por qué el
Estado no la detiene? ¿Y cómo los y las comuneras pueden expulsarla? Y durante dos
días responderán en colectivo y construirán estrategias para que las pampas verdes de
Morasloma, no se conviertan en tierra árida e inhóspita.

Más de la mitad de los asistentes supera los 50 años y en una esquina, sentados juntos, un
grupo de seis jóvenes ríe. La jornada comienza con una presentación: nombre, en dónde
vive, con qué animal se representa y por qué. Vienen de todas partes y el espacio, por un
momento, está habitado por pollitos, lobas, serpientes, conejas, mariposas, ovejas.

Alexander Jiménez, 23 años; Carolina Durán, 26 años; David Vélez, 24 años, Grace
Morocho, 19 años; Nathaly Chávez, 20 años y Yuleidi Morocho, 15 años, se representan
en mariposas y ovejas. Dos animales que, para ellas y ellos, pueden ser frágiles y
manipulables, pero que tienen la libertad para volar y “la agudeza para cuidarse del lobo
y del pastor”, dice David.

Su presencia sorprende y alegra. Doña Rosa, agricultora y oriunda del lugar, alza la voz
para decir que los jóvenes deben interesarse por la tierra, cuidar el agua, que ella ya morirá
y que ahora los jóvenes prefieren abandonar el país.

Alexander, David, Carolina, Grace, Nathaly y Yuleidi, guardan silencio, agachan la
mirada y escuchan el regaño de Rosa. Los seis jóvenes, defensores del agua, agricultoras
de herencia, hijas e hijos de migrantes, pasan los días aprendiendo sobre minería,
repensando estrategias para seguir en este país y defenderlo.

Doña Rosa no lo nota, no tiene por qué saberlo. Los seis no se han ido del país, ni piensan
hacerlo. Los seis han decido ser guardianes del agua y de la tierra. Rebelarse contra este
país, que parecería que les quita todo.

Doña Rosa no lo nota, pero los más de tres millones de jóvenes ecuatorianos son rebeldes
porque han decidido quedarse en este país, que cada día los acorrala y obliga a cruzar
desiertos, enfrentar ríos bravos y morir por un sueño de 50 estrellas blancas.

Son rebeldes porque se reconocen como defensoras y defensores del agua y de la tierra
en un país que ha concesionado más del 15 % de su territorio a empresas mineras.

Son rebeldes porque crían a sus hijas e hijos solas, mientras distribuyen su tiempo entre
cuidados del hogar y en defenderse en un país en donde cada 26 horas una mujer es
asesinada por razones de género –en 2022 se registraron 332 femicidios en Ecuador-.

Son rebeldes por intentar estudiar una carrera universitaria en este país que, solo en mayo
de 2022, negó el cupo a 205 mil aspirantes. Porque arañan trabajos mal pagos para
sobrevivir. Según el II Informe Nacional de Juventudes 2022, en promedio, uno de cada
dos personas desempleadas son jóvenes, lo que evidencia que la población juvenil
representa cerca de una cuarta parte de la oferta laboral, mientras que constituyen la mitad
del total de desempleados.

Son jóvenes. Son rebeldes. Mujeres y hombres guardianes de la tierra y el agua, que se
han quedado y construyen un país más igualitario, accesible, sin fronteras y lo hacen en
territorios alejados, rurales, amenazados por las grandes empresas mineras y abandonados
por el gobierno.

Doña Rosa, la juventud de estos tiempos construye futuros de manera discreta. Hace
política de base, en territorio, rescatando tradiciones y con un diálogo intergeneracional.
Son jóvenes que conocen y exigen sus derechos y también el suyo, doña Rosa. Que hablan
de cuerpos y cuerpas, de género, de aborto, de feminismos, de ecologismo. Son
contrapoder, en un país sumergido en discursos de odio.

Este espacio es para escuchar a la juventud del Ecuador a través de Alexander, David,
Carolina, Grace, Nathaly y Yuleidi. Reconocernos en ellas y ellos, y apostar por los
nuevos futuros que están construyendo.

Los y las guardianas del agua de la Escuela Nacional antiminera José Tendetza. Créditos: Karla Crespo.


Dos mujeres en un abrazo

Yuleidi y Grace son hermanas. 15 y 19 años de edad. Nos saludamos por primera vez y
ellas lo hacen con un abrazo apretado y prolongado. De esos que son escasos, que
paralizan y que siempre están acompañados de una sonrisa.

Las dos hermanas se presentan como guardianas del agua y lo hacen con orgullo. Ostentan
este título desde que tienen ocho años y acompañaban a su madre y padre a las reuniones
de su comunidad para hablar del agua, de su cuidado y distribución. Entendieron desde
pequeñas que el agua también es un tema político.

Ahora, adolescentes, viajan solas a talleres, asambleas y escuelas políticas. Toman buses
y camionetas para llegar a comunidades, caseríos y parroquias rurales para aprender más
sobre leyes, ecología, minería, derechos.

Grace tiene la respuesta para la mayoría de preguntas, responde correctamente cuando
preguntan la diferencia entre minería artesanal y a gran escala. Grace abandonó la escuela
para ayudar a sus padres agricultores. Aprendió a cuidar y cultivar la tierra. Aún lo hace:
siembra toda clase de verduras: lechuga, tomate, brócoli, zanahoria. “Todo lo que se
vende en los mercados”, dice mientras mueve las manos marcadas por la tierra.

Grace cursa el noveno grado, pero a su edad debería ser bachiller. Lo más difícil de
regresar a las aulas, asegura, son los comentarios de las personas. “Dicen que ya no debo
volver, pero a veces nos dejamos influenciar por los demás, pero después una se da cuenta
que no hay límites, que los límites solo los ponemos nosotras”.

Regresó a la escuela porque quiere ser policía para respaldar al pueblo, siente que están
abandonados y quiere darles seguridad. También le interesa su cultura y tradiciones,
trabaja junto a un profesor en un proyecto para recuperar la cultura de Gualel, una
parroquia rural de la provincia de Loja, ubicada al sur del país.

Grace cuida de la memoria de su parroquia. Le gusta sembrar y regar las plantas. “Según
cómo las vas regando, crecen”, sentencia con dulzura y en voz bajita.

Esta joven de 19 años le tiene miedo a la minería. Teme que se expanda más, por ello ha
decidido formarse para tomar el mando de la defensa del agua, “porque nuestros padres,
madres, abuelas y abuelos son los que están defendiendo el agua ahora, pero no son
eternos. Entonces quiero liderar su cuidado con todos los jóvenes del país y defender
juntos nuestro territorio”.

Grace se riega así mismo con gotitas de agua y crece fuerte.


Un sueño de altamar

Yuleidi es más alta que su hermana y abraza más fuerte. Es delgada y comparte el
activismo. Su madre y su padre les enseñaron a respetar y entender la importancia del
agua. Tiene un hermano más, de 10 años, que también es guardián y activista antiminero.
Yuleidi tiene 15 años y amor profundo por el agua, quiere estudiar en la Marina. No
conoce el mar, pero se ve navegando barcos enormes y días enteros en altamar. Quizá
este año vaya con su familia a una playa del país, todo dependerá de la cosecha, que el
clima no dañe las verduras.

Dice que hace un año procesaron a 14 comuneros de su parroquia por impedir la
exploración de los terrenos. Gualel está rodeada por la cordillera de Fierro Urco, de esta
cordillera nacen cuatro ríos que proveen agua a gran parte del sur de Ecuador, y está
amenazada por el avance de la exploración minera.

Esta joven activista dice que Gualel es hermosa, llena de plantas medicinales y una laguna
curativa que lleva el nombre de Siriguiña. “Cuando vas enfermo, siempre te curas, por
eso debemos defenderla. Vivimos de esta laguna y tenemos un hogar por ella”.
Yuleidi regresará a Gualel para cuidar con devoción la tierra de su familia y, si todo sale
bien con la cosecha, tener el dinero para tocar el mar.

Las hermanas Yuleidi y Grace Morocho. Créditos: Karla Crespo


El guardia comunitario que se resiste a migrar

Desde hace unos meses un poncho de lana café acompaña a David en sus viajes y en su
vida. Con él reconoce sus raíces cañaris y, desde junio, es su símbolo para identificarse
como guardia comunitario y servidor de las comunidades indígenas.

Los guardianes comunitarios no usan la violencia, sino su servicio. Están al frente de
procesos organizativos y protestas sociales. Sin embargo, en las manifestaciones del
pasado mes de junio, lideradas por la comunidad indígena para exigir al gobierno de
Guillermo Lasso reformas sociales y económicas, fueron perseguidos y tildados de
violentos.

Durante 18 días de manifestaciones, siete personas murieron y más de 500 resultaron
heridas, según la Alianza de Organizaciones por los Derechos Humanos. Después de esta
larga jornada de protestas, David sintió la necesidad de vincularse mucho más a procesos
formativos, ya lo hacía antes, pero ahora su vida transcurre entre viajes a comunidades,
escuelas políticas, guardias nocturnas, lecturas y en gestar proyectos artísticos enfocados
a rescatar las raíces de su pueblo.

David vive en Azogues, la capital de una de las provincias más golpeadas por la
migración. Cientos de hombres y mujeres emigraron después del feriado bancario de 1999
y lo siguen haciendo hasta hoy. Uno de ellos, es su padre, por ello, le interesa trabajar
más sobre la migración.

No cree que la solución sea abandonar el país. Él cree que la riqueza de este país, bien
distribuida, alcanzaría para todos.

A través de su formación universitaria como licenciado en Música, pone en marcha
estrategias políticas y sociales con el colectivo Rural Fest, un espacio creado por jóvenes
que interviene comunidades rurales con el arte. Entendió que regresar a los orígenes, es
urgente en un país que rechaza sus raíces indígenas.

David habla de migración, de minería, defensa de territorio y reconocimientos de las otras
personas, y lo hace con la música y su poncho café.


Sin cuidados, no hay revoluciones

Alexander Jiménez estudió ingeniería en agropecuario por la vinculación que mantuvo
desde niño con la Asamblea de los pueblos del Sur, a los 15 años ya participaba en sus
encuentros, aún lo hace y también cuida de la tierra y el agua.

Se preguntó cómo hacerlo de manera integral y encontró la respuesta en la academia.
Ahora se abre camino como profesional apoyando a pequeños agricultores, con quienes
comparte la militancia.

Alexander sostiene la mirada. Tiene ojos verdes, estatura pequeña y vive con su hermano
de 20 años en la tercera ciudad más grande del Ecuador. También fue responsable de la
educación de su hermano. Asumió un rol de adulto cuando apenas tenía la mayoría de
edad, y cree que es importante trabajar en políticas que permitan la reagrupación familiar.

Siente que los asesinatos y la violencia son el producto del abandono estatal y la falta de
políticas públicas en salud. “No pasaría, si cuidamos más a la familia, nos cuidamos entre
todos de manera integral”, dice este joven de 23 años.

Para Alexander no hay política sin la del cuidado. Aboga por ella, increpa cuando los
procesos de defensa del territorio, no implementan antes mecanismos de cuidado personal
y colectivos.


El activismo de maternar en soledad

Carolina Durán tiene 26 años de edad. Se embarazó cuando tenía 20 y cursaba una carrera
médica en la universidad. Abandonó los estudios para maternar y lo hizo en soledad.

Vive en un cantón llamado Santa Isabel, de la provincia del Azuay. Es un cantón árido,
con montañas marrones y calientes. El agua debe distribuirse bien para que alcance. Entre
esas montañas, cría a su hija de cinco años y cursa el cuarto semestre de Educación Inicial.

Estudia en línea porque así tiene más posibilidades de repartir su tiempo entre el cuidado,
trabajos esporádicos y la militancia antiminera y, aunque no lo dice, feminista.

Está enfocada en demostrar que los cuidados del hogar deben ser remunerados y la crianza
compartida. Se rehúsa a detener su formación, pero hace malabares para sostener todo.
Siempre las mujeres cuidando, trabajando, alimentando, maternando. Siempre las
mujeres sosteniendo la vida.

Carolina tiene interés en los derechos de las mujeres y los exige a través de su lucha
antiminera. Reflexiona y destaca el papel que cumplen en la defensa de la vida. Son ellas
las que impulsan las iniciativas, que levantan los fogones para alimentar las huelgas, que
salen a la calle con sus hijos e hijas para protestar. Son ellas las que generalmente
mantienen un activismo ético, feminista, ecológico.

Carolina milita con amor, con el mismo amor con el que cuida a su hija, porque es la
única herencia que puede dejar.

David es músico y guardia comunitario.
Grace, Carolina y Nathalia.


La lucha por el cupo universitario

Nathalia Chávez es la más inquieta y alegra al grupo con sus bromas. Tiene dos hermanas,
una de 18 años y otra de 16, y un hermano de 12. Ella es la mayor y se encaminó en la
lucha social por su padre. Ahora no imagina una vida sin ella.

La mueve la defensa del agua, pero también el acceso a una educación superior digna.
Tiene 20 años y por segunda ocasión intentará ingresar a la universidad para estudiar
enfermería. Vive en la comunidad rural La Libertad, de la provincia del Azuay, se graduó
de un colegio público y siente que el acceso a la universidad es un privilegio de pocos.

En Ecuador las y los jóvenes que se gradúan de los colegios deben rendir un examen para
ingresar a la universidad. No hay datos públicos actualizados del número de jóvenes de
la ruralidad que han ingresado a la educación superior. En 2021, la Universidad de
Cuenca, una de las 41 instituciones de educación superior públicas del país, levantó
información sobre el proceso de admisión que realizó en el segundo periodo de 2021.

Según esta Universidad, la más importante de la zona austral del Ecuador, un total de
9.106 personas de la zona urbana y 8.640 de la zona rural de la provincia del Azuay
postularon para ingresar a las aulas universitarias. De esta cifra, 2.410 bachilleres de la
zona urbana obtuvieron un cupo, frente a los 334 de la zona rural.

Nathalia fue una de las postulantes que no consiguió un cupo, pudo ser la primera persona
de su familia en acceder a la educación superior, pero las condiciones del examen se
alejan de la realidad de la educación que cursó.

Los recursos que provee el gobierno para las escuelas y colegios rurales siempre son
insuficientes, no hay conectividad y varios desertaron durante la pandemia porque no
tenían el dinero para pagar por internet. Porque varios de los y las jóvenes del campo
trabajan la tierra, defienden el agua y también estudian.

Nathalia sigue preparándose para rendir el examen de ingreso, no abandona su sueño. Al
igual que cientos de jóvenes mujeres, reparte su tiempo para estudiar, ayudar en casa y
militar. Su activismo está enfocado a reclamar los derechos educativos de los jóvenes.
“El gobierno nos quiere reprimidos, sin educación, pero no le damos ese gusto”, sentencia
Nathalia.

La casa sin terminar se queda vacía. Las comuneras y comuneros regresan al cuidado de
sus animales. Doña Rosa se despide de Alexander, David, Carolina, Grace, Nathaly y
Yuleidi, ya los reconoce y se va convencida que las pampas y el agua de Morasloma
tienen nuevos guardianes.