Hasta la raíz

“Uruguay es un país de viejos”, lo dicen los números, los medios de comunicación y las instituciones. También dicen que somos un país de inmigrantes europeos y que hay más vacas que personas pisando este suelo. Con este relato crecimos y vivimos hasta el día de hoy. Hay 4 vacas por personas, el índice de envejecimiento crece y los apellidos Pérez y Rodríguez son muy populares. Pero las idiosincrasias no se construyen haciendo operaciones matemáticas ¿Qué pasa cuando las identidades de miles de personas no coinciden con el relato histórico sobre quiénes somos? Se abre uno de los campos políticos más significativos y fértiles, impugnado principalmente por las juventudes: ¿Quiénes queremos ser?

Hay que tener especial cuidado con lo que repetimos. Cuando decimos que “los jóvenes son el futuro”, les negamos el presente y los borramos del pasado. Así que me disculpo por el spoiler y les advierto antes que continúen la lectura que esta historia no habla de una juventud construyendo un mejor porvenir. Habla de diferentes juventudes poniendo cuerpo, energía y cabeza para vivir en un presente menos hostil, más justo y solidario. Haciendo lugar para que entremos todes. 


Las semillas

Gabriella se define políticamente como Ukai, “mujer charrúa”. Nació en 1996 en Colón, un barrio al norte de Montevideo en el que vive hasta el día de hoy. Un barrio que a fines del siglo XX estaba repleto de casonas de lujo donde la gente pudiente vacacionaba. Un barrio marcado por el ferrocarril que aún conserva algún resabio de verde en medio de la urbanización, donde ya nadie vacaciona. Las casonas que siguen en pie comparten el lugar con varios complejos y cooperativas de viviendas. 

Cuando Gabriella nació, su madre tenía 14 años y su padre, 17. Ambos eran monteadores, se adentraban semanas o meses en el monte a cortar leña, sus abuelos lo hicieron antes, ella les acompañó muchas veces. Su padre le enseñó que para entrar a montear se debe pedir permiso al Caiporá (“padre monte”), también le habló de plantas y yuyos a lo largo de su niñez. El conocimiento sobre plantas es fundamental para curar y cuidar cuando se pasa tantas horas en el monte; ella, apasionada por las propiedades de las plantas, leyó cada libro que pudo sobre el tema.

Noah nació un año antes que Gabriella. Al nacer le asignaron el nombre Estefanía. Algunas personas, sobre todo en su familia nuclear, aún le llaman Tefi, aunque hace cinco años, en referencia al club de pesca montevideano ubicado en una zona costera donde disfruta pasar su tiempo, eligió llamarse Noah. Sin embargo, ambos son sus nombres y sus identidades, se siente un todo, no se maneja dentro de códigos binarios.

Se define políticamente como transfeminista. Proviene de una familia trabajadora, de jornadas laborales de 14 o 15 horas. No culpa a su familia por esto, lo agradece, pero no es lo quiere para su vida, por eso tiene una mirada antiproductiva de la vida. Es licenciade en educación física, recreación y deporte, escribe poesía en clave de rap, es DJ y toca el tambor en dos comparsas de mujeres y disidencias. Además, participa en tres proyectos artísticos de corte performático, todos con una fuerte impronta política. 

Celina nació con el cambio de siglo, en medio de profecías apocalípticas y distopías que incluían el colapso tecnológico. Pasamos del 99 al 00 y nada de eso sucedió. A la generación nacida en el 2000 les llaman centennials y los vinculan con internet, los dispositivos móviles y las redes sociales. Desde una perspectiva adulta, todas las juventudes pueden parecer iguales, pero no, Celina prefiere las manos en la tierra que en la pantalla.

Se define como feminista campesina, aunque le genera contradicciones dado que creció con algunos privilegios de los ámbitos urbanos o metropolitanos. Entiende que definirse como campesina es una forma de apropiación de una tradición a la que no pertenece. Se siente más cómoda utilizando el término “neocampesina”, en referencia a las nuevas olas de jóvenes que vuelven al campo. Actualmente tiene un proyecto agroecológico con dos compañeras y hace dos años esperan por las tierras que solicitaron a la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) que, mediante una resolución, habilitó a ceder en comodato escuelas rurales en desuso a proyectos productivos y sociales.


La tierra y el abono

Gabriella integra el Consejo de la Nación Charrúa de Uruguay (Conacha), es parte de la comunidad Danan Vedetá y participa activamente en el Clan Chonik. Celina es parte del campamento de Jóvenes por la Soberanía Alimentaria, de la Red Nacional de Semillas Nativas y Criollas. Noah es parte de Soona, un colectivo de identidades no hegemónicas del rap y participa en la Olla Popular de Radio Pedal y en la articulación Red de Ollas al Sur.

Les tres encontraron en sus organizaciones lo que sus contextos les negaron: una vida sin violencias y en comunidad. Una afirmación de sus identidades y un espacio para construirlas. Una forma de existir que no consiste únicamente en resistir. Encontraron espacios donde no tuvieron que mostrar credenciales ni hacer coincidir sus ideas y sentimientos con estructuras predeterminadas para pertenecer.

Cuando llegó la última pandemia, Gabriella se quedó sin trabajo, como otres 80.000 trabajadores informales del país. Destinó ese tiempo vital a cocinar pan para la olla popular de su barrio, una de las, al menos, 700 ollas y merenderos populares que comenzaron a funcionar en el año 2020. A Noah también le despidieron en pandemia, y por zoom. La olla y comedor donde participa tiene un funcionamiento comunitario, todes pican, todes comen, y todes limpian. Además, llevan adelante un programa de radio y una cooperativa textil de mujeres.

Uruguay es un país de 3,5 millones de personas, en el año 2020 más de 100 mil cayeron bajo la línea de la pobreza. El hambre y la ausencia del Estado vieron resurgir en Uruguay un fuerte movimiento de base integrado por diferentes coordinadoras zonales de ollas populares llamada Coordinadora popular y solidaria, ollas por la vida digna. Según el último informe anual de Solidaridad Uy, presentado en julio del 2022, las ollas y merenderos populares en Montevideo y Canelones sirven más de 165.000 porciones de alimentos al mes. Cada persona que colabora en una de estas iniciativas cubre dos comidas diarias de cinco familias. Se estima que el gasto total mensual de ollas y merenderos es de aproximadamente 1.5 millones de dólares.  Este número solidario, triplica la inversión del estado en este sector. 

Noah está convencide de que es responsabilidad del Estado que todas las personas tengan sus alimentos, pero también entiende que las formas del Estado son asistencialistas. En cambio, la olla es una comunidad afectiva y una escuela de autogestión. La emergencia sanitaria también mostró la urgencia por transformar los actuales sistemas alimentarios. Según el Atlas de los sistemas alimentarios del Cono Sur, el 23,5% de la población uruguaya tiene algún tipo de inseguridad alimentaria, o sea, come salteado y accede a alimentos que no necesariamente son saludables y/o nutritivos.

A Celina la vida salvaje del centro de Montevideo le inquietaba, sentía que la ciudad le dictaba qué hacer, cuándo y cómo: “quería vivir rodeada de lo que yo eligiera y no a merced de lo que sucediera afuera”. Además, la urbe le generaba un gran sentimiento de soledad que le remitía a su familia nuclear: “Estamos todos juntos pero yendo para lugares diferentes”. En medio de la incertidumbre por el Covid-19, una amiga la invitó al campamento de Jóvenes por la Soberanía Alimentaria, entonces la agroecología se le presentó a Celina como una posibilidad real de transformación: “Fui dejando de a poco, unos lentes oscuros que tenía con todo lo que pasan en el mundo”.

Más allá de la pandemia, vivimos en un sistema que produce hambre. Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay tienen el 5,2% de las personas con hambre en el planeta, además los costos de la alimentación en estos países suben más que el índice inflacionario. En Uruguay, para el periodo 2020-2022, la inflación subió 18,5%, pero los alimentos aumentaron sus costos en un 21,7%. 

Celina está convencida: “La agroecología pone la mirada en poder reparar lo que se ha venido destruyendo y darnos salidas alternativas a la dependencia sistemática de la cadena destructiva que propone el sistema agroalimentario”, y tiene sus razones. Hay que insistir para no perderlo de vista: el 70% de los alimentos a nivel mundial lo produce la agricultura familiar, pequeños y medianos productores, pescadores artesanales, campesinas, comunidades indígenas, recolectoras, huertas urbanas y periurbanas. Y lo hacen con el 30% de las tierras. O sea que el modelo industrial y del agronegocio solo alimenta a 30% del mundo y tiene el 70% de las tierras. Para que se entienda: este modelo acumula más de lo que alimenta. 

La agroecología no es solo un modo de producción orgánico, es una forma de gestión de los territorios y un movimiento social mundial. En Uruguay tiene más de 30 años de existencia. Plantea una transformación radical de los sistemas alimentarios, apuesta a las relaciones interpersonales entre consumidores y productores e incentiva la autonomía en las decisiones sobre la alimentación y la salud de las personas. Además, hace frente a los problemas medioambientales, recupera la materia orgánica de los suelos, cuida la biodiversidad y el agua, cambia la relación entre las personas y los territorios y evita la concentración y especulación de tierras. También conserva, intercambia y rescata semillas nativas que no necesitan asociarse a ningún agroquímico para crecer. 

“50 hojas de cedrón, que tienen que cosecharse en luna llena, que es cuando tienen mejor sabor”, recuerda Gabriella de cuando ayudaba a un vecino de 97 años a hacer licor. Cuando las góndolas fueron prohibitivas, la tierra le permitió sobrevivir. A los 16 años Gabriella vivía sola y no tenía trabajo, así que durante varios meses se alimentó de la recolección de plantas, yuyos y frutos. Me señala un árbol de la plaza y me pregunta: “¿A vos te parece bajo ese árbol?”. Le contesto que no. “Ese árbol es un Tipá y es nativo, nos dijeron que los árboles nativos no servían para dar sombra y trajeron árboles de Europa para plantar en nuestros espacios públicos”. Montevideo está lleno de plátanos, unos árboles ornamentales originarios de Europa que en primavera sueltan, a modo de reproducción, una “pelusa” que genera alergias varias y dificulta el tránsito por determinadas calles y avenidas.

Para Celina “la agroecología es una forma de lidiar contra esa tristeza que se convierte en resignación de que no podemos hacer nada cuando están quemando el monte para plantar granos que no vamos a comer porque se los van a dar al ganado o lo van a exportar”. Y no lidia con eso sola, lo hace con sus compañeras y en un contexto predominantemente masculino. Según el último Censo Nacional de Población (2011), en el medio rural uruguayo hay 175.614 personas de las cuales el 44% son mujeres. Y según el documento Acceso a la tierra desde una perspectiva de género, del Instituto Nacional de Colonización, el 63,5% del total de las tierras productivas está en manos de varones y ocupan el 41,6 % de la superficie total. Apenas el 19,7% son lideradas por mujeres y ocupan solamente el 11% de la superficie total, del resto de las tierras no hay datos.


Brote nativo

Cuando le pregunté a Noah qué pensaba sobre la política actual de nuestro país, me respondió con una catarata de preguntas, y entre tantas cuestiones, escuché fuerte y alto: ¿Qué pasa con nuestra población originaria? ¿Cuándo en la escuela se nos va a dejar de decir que Uruguay es un país sin indios?”. Paró de preguntar, respiró y volvió a hablar, pero esta vez en tono reflexivo: “La historia es importante para entender el presente, pero ¿qué historia nos están contando?”.

El amigo que acercó a Gabriella a la olla popular la invitó también a participar en Jaguar Berá, la comunidad charrúa donde inició su recorrido ancestral. Cuando le pregunté por qué la invitó, se ríe; le parece evidente. Gabriella tiene lo que ella misma define como “una cara de charrúa que no puede más”.

“La primera vez que participé fue en una ceremonia de luna llena, enseguida dije: ‘este es mi lugar’, sentí fuego en las venas. Cuando sonó la caracola, sentí que me llamaba”. Gabriella encontró un lugar donde la nombraron aludiendo su mejor parte: “los inchalás (“hermanos/as”) decidieron ponerme Yarará por mi saber sobre plantas medicinales”.

La historia oficial cuenta que en Uruguay no hay indígenas. Los mataron a todos con un objetivo “pacificador” en Salsipuedes, al noreste del actual territorio uruguayo, el 11 de abril de 1831, en un operativo a cargo del primer presidente constitucional del país y fundador del Partido Colorado: Fructuoso Rivera. Sobre este intento de exterminio se fundan las bases de nuestra democracia. El Estado no reconoce este hecho como un genocidio. Recién en 2019 la Comisión Nacional Honoraria de Sitios de Memoria declaró Salsipuedes como Sitio de Memoria y reconoció que en ese lugar se avasallaron los derechos humanos de la población originaria.

Estamos sentadas en un banco de la Plaza Colón cuando Gabriella me comenta socarronamente: “Dicen que los charrúas eran todos borrachos, pero fueron ellos (los blancos) los que trajeron el vino”. Sobre nosotras se erige el monumento a Francisco Vidiella, horticultor español que inició la industria vitivinícola a gran escala en Uruguay. Y es que somos expertos en ocultar el racismo estructural. Somos mezcla de españoles e italianos, la “Suiza de América”, la sociedad del bienestar ubicada en el sur global…

La lucha actual de las comunidades descendientes de charrúas es por la ratificación del convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales, un convenio que tiene 33 años y que fue ratificado por todo América del Sur menos por Surinam y Uruguay. Actualmente está en discusión parlamentaria y aún se escucha el eco del Partido Colorado actual negando la existencia charrúa, negando la existencia de la persona con la que estoy conversando en una plaza.

“Como fuimos mujeres, la historia nos silenció”, piensa Gabriella. Porque a esta historia, contradictoria y negada, le falta una versión, la de las mujeres charrúas, las sobrevivientes. A ellas las esclavizaron, las repartieron y las vendieron, las tomaron como sus mujeres y las violaron, pero no las mataron. Y esas mujeres tuvieron hijes. 

Fue gracias a su abuela que Gabriella confirmó su ancestría charrúa. Ellas vivían juntas y estando en su casa un compañero de la comunidad Jaguar Berá la saludó en lengua charrúa: N´jarug Inchalá (“saludos, hermana”). La abuela de Gabriella ya había escuchado esas palabras en boca de su propia abuela. La tatarabuela de Gabriella, una mujer que vivió en el siglo XIX al norte del país, en la ciudad de Bella Unión, departamento de Artigas, zona fronteriza con Brasil, región donde se concentran la mayor cantidad de descendientes.

Las investigaciones genéticas del equipo de investigación de la antropóloga Mónica Sans y el antropólogo Gonzalo Figueiro fueron reveladoras para la sociedad uruguaya. Confirmaron que casi el 34% de la población tiene ancestría indígena por línea materna y en Tacuarembó, departamento ubicado al noreste del país, el porcentaje alcanza un 62% de la población. Sin embargo, en el último censo nacional de población, de 2011, casi 5% se autopercibe descendiente de pueblos originarios.

Al igual que la de sus abuelas, la vida de las mujeres de la familia de Gabriella no fue nada fácil, todas estuvieron atravesadas por violencias extremas. El abuelo de Gabriella era fiel al Partido Colorado, fue preso político de la última dictadura cívico-militar, alcohólico y violento. Gabriella y su abuela vivían con él, ellas, de ascendencia charrúa, son literalmente sobrevivientes del hombre blanco, son históricamente sobrevivientes. Esto no es una coincidencia, es el círculo de la violencia estructural, colonial, racista y patriarcal, que llegó a su casa desde la historia y cayó con todo el peso sobre sus cuerpos. 

“Yo reconozco la importancia de las mujeres en mi vida y hoy reconozco la importancia de mi camino como mujer charrúa, como Ukai, y también como mujer feminista”, dice Gabriella sin titubear. Su abuela puso el cuerpo en más de una ocasión para evitar que los golpes la alcanzaran. Cuando la ira de su abuelo dejaba internada a la abuela, Gabriella quedaba bajo el cuidado de su vecina, la misma que le enseñó a cocinar los 200 bollos de pan que amasaba para la olla popular. “Tenemos memoria ancestral, lloramos por alguna abuela que no pudo llorar”. 

Gabriella sanó en comunidad, sanó una historia propia conociendo la historia de sus hermanas, reconoció su origen, su dolor, su identidad, y por fin pudo ser quien es, quien quiere ser. La cuestión de existir ante la hostilidad del mundo es esencialmente política.


Fuera de la almaciguera 

Noah también llegó a Soona esquivando la violencia y la exclusión, en su caso, las que recaen sobre las personas con identidades de género no hegemónicas. Soona es un colectivo de rap interseccional y disidente que fue construido por amigues como un espacio seguro para poder desplegar el arte y sus formas políticas en comunidad. 

“La institución me escupió”. Sus recuerdos como docente también son de violencia, le cuestionaban quién era y lo que decía. Siempre tenía que dar explicaciones. La fuga de la norma se paga. 

Una muestra clara de la negación institucional a las existencias no binarias es la resolución tomada a principios de 2022 por la ANEP que no permite usar la e como forma de lenguaje inclusivo o no sexista. Además, en abril del mismo año, se presentó un proyecto ley al parlamento para prohibir su uso, no solo en la educación, sino en todas las oficinas públicas. Este espíritu aleccionador más que pedagógico refleja su total desinterés por lo educativo también en el hecho de haber sido denunciado por plagio. El 97% del texto fue tomado de otros textos normativos y artículos de prensa, según una investigación de la Universidad de la República. 

Entre el hombre y la mujer, entre el campo y la ciudad, entre ayer y mañana. Estas juventudes viven en el entre. “Creo que estamos como casi todo el tiempo fluctuando entre ideas no muy absolutas, estamos todo el tiempo siendo atravesadas por cosas, personas, eventos, emociones, existimos en el viaje entre cambios de ideas, ahí es donde podemos vernos y ver al mundo de formas diferentes”. 

Celina trae estas inquietudes y reflexiones a partir de lecturas de Silvia Rivera Cusicanqui y su libro Un mundo Chi´xi es posible. Sigue: “Hay millones de subdivisiones entre blanco y negro y existimos en esa gama de grises”.


Los frutos y las flores 

Las miradas de Celina, Gabriella y Noah ponen en jaque al Uruguay sin indios, al país agroexportador y binario. Les amigues y compañeres son referentes para elles. Les tres entienden como protagonistas de los cambios a los colectivos y comunidades, tienen un gran sentido de pertenencia en sus organizaciones y se han apropiado de las calles. 

Los puños para Celina, los cuadrantes de la bandera charrúa para Gabriella, el espiral para Noah. Estos son los símbolos que les convocan y representan en su manera de hacer política. Este universo simbólico se expresa en un modo de hacer política que enraiza la indignación y el cuidado desbordando y rebasando límites; una política dispuesta a ser afectada y que no quiere ser abnegada, que no quiere dejar la vida en hacer política, sino que quiere vivir la vida políticamente. Una política de los vínculos y no de las cosas, que deje de hablar por los demás para que hablen todes. 

Asumen sus contradicciones y reconocen sus propios privilegios. Su política es de profundidad, es radical y vuelve a lo más básico: tierra para caminar, alimento para vivir, identidad para ser. Es como el espiral que describe Noah: “Tiene un centro, pero es expansivo, podría nunca terminarse y a su vez siempre hay un recorrido que nos permite volver hacia atrás y llegar al centro, al origen, a la raíz”.